viernes, 8 de octubre de 2010

Aura, de Carlos Fuentes.

La historia se desarrolla en el antiguo centro de la ciudad de México, en las antiguas casonas con remates churriguerescos, vecindades eternas y marginadas, donde las gárgolas no molestan a nadie, ni a nada, y los merolicos hacen un gran acto de aparición; pero en los pisos altos ese mundo no existe, ahí solo existe el silencio y el misterio escondido entre paredones de adobe, tejas de barro y remates de cantera; ahí solo existe el misterio que envuelve a las ventanas obscuras y sus pesadas cortinas color verde olivo, donde la luz de algún quinqué molesta a una sola alma, bueno quizás dos, la familia Llorente, o quizá solo la señora Consuelo Llorente, y el recién llegado, historiador, antiguo becario de la sorbona, exhumador de papeles amarillos, joven y opulento, perfecto curriculum, que encaja perfecto con el anuncio oportuno del periódico, cuatro mil pesos mensuales, acuda personalmente, no hay teléfono...
El acude acude a la casa en Donceles, 815, , casa opulenta de antiguedad incalculable, llevándose lo que le queda a la señora Llorente, el sueldo de él y la fidelidad de Aura, y el fulgor de sus ojos verdes, que fluyen, chocan y se desaparecen cada vez que volteas y vuelves a sentir la necesidad de volver a mirarla una vez más.
Ahí nada sucede, las vitrolas, los entrepaños, la humedad, las baldosas y las plantas de sombra, esos mundos diferentes uno del otro e ignorantes de sí mismos, ese mundo que no cambia, ni con el silencio de Aura, su piel resbalosa y tibia, sus pasos y susurros de la falda en los pasillos obscuros, lúgubres, ese memorizar: a la derecha, veintidós escalones, trece pasos, derecha, empujar la puerta, y ella se regresara sola a su lugar dejando atrás su mundo.