viernes, 28 de septiembre de 2012

La Calavera de Susana San Juan.


"[...]-Baja, Susana, y dime lo que ves.
Estaba colgada de aquella soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera.
-No veo nada, papá.
-Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo.
Y la alumbró con su lámpara.
-No veo nada, papá.
-Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo.
Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas. Había caminado sobre tablones podridos, viejos, astillados y llenos de tierra pegajosa:
-Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo.
Y ella bajó y bajó en columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando "en el no encuentro dónde poner los pies".
-Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo.
Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la estremecía:
-¡ Dame lo que está allí, Susana!
Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó.
-Es una calavera de muerto- dijo.[...]"

Pedro Páramo

Juan Rulfo. 

lunes, 17 de septiembre de 2012

Memorias de mis putas tristes

"El sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor."

Delgadina, no era más que una ilusión febril, era la sombra de sus ilusiones que daba pasos de gato en la casa florentina que en ruinas revivía con la falsa esperanza de su amor, era sus duetos de amor, Puccini, las letras de Agustín Lara en voz de Toña la Negra; "el bolero es la vida" asintió a Rosa Cabarcas el día que conoció aquel ángel conciliador de su demencia senil. De su vida no había hecho nada más que notas dominicales, altruismo barato y cultura local, "(...) soy un cabo sin méritos ni brillo (...)"; el amor le salvó la vida, el día de sus noventa años cuando en un brote de inspiración pidió a una doncella, "Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte años y sólo vuelves para pedir imposibles" afirmaba Rosa por el teléfono. Hizo imposibles, esa misma noche llegó él, con un traje de impecable lino blanco, envuelto de agua florida con el corazón hecho trizas por la impuntualidad que ya llevaba encima; llegó, ella estaba sedada, porque en el día se la pasaba pegando botones, el respetó su sueño y así lo hizo todos los encuentros siguientes, soñándola viva y sin voz en la casa, con pasos de gacela por los pasillos, con su cuerpo tibio y desnudo en la madrugada, y así la amó y enloqueció cada día por ella, su inspiración en cada nota convertida en cartas de amor implícitas donde su nombre no aparecía.

No se llama así- dijo -Se llama- 
No me digas como se llama- la interrumpió- para mí es Delgadina
Bueno, al fin y al cabo es tuya, pero me parece un nombre diurético.- 

Una noche al llegar a casa de Rosa, no había nada, ni los amores de paso que en esa casa afloraban, ni Delgadina, salió al paso que le permitían sus noventa años a buscarle, la transfiguraba en colegialas en la plazuela del barrio, la miraba en cada mujer que llevara una bicicleta, algo sí tenía seguro, no la reconocería despierta ni vestida, y ella no podría saber quién era el si nunca lo había visto.

Regreso Rosa, la vieja y lúgubre matrona, le llamó y a la semana siguiente, ya estaban juntos de nuevo, viviendo ese amor de sueños, Delgadina y él, ella distinta, emperifollada en ropas de puta; los celos le cegaron el alma y empañaron su amor, ¡Putas!, ¡Eso es lo que son ustedes! y se desapareció entre el huerto del amor prohibido.

No faltaba más que el verla, acompañaba su pensamiento y su delirio, el moría de amor, poco a
poco, llamó a Rosa Cabarcas el día que sentía morir. Volvió, allí estaba Delgadina, suya de nadie más a pesar de la brumas de sus celos, amaneció entrelazado a sus manos suaves. Allí estaba, había sobrevivido al primer día de sus noventa años, sentía por fin la vida real, condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de sus cien años.