sábado, 20 de febrero de 2010

La tía Aurora

Se quedo esperando, esperando como era su costumbre, esperando a que alguien se acordara de ella, a que alguien la visitara, le abrazara o le diera un beso en la mejilla arrugada por los años; a sus noventa y tantos, casi el siglo, su única acompañante al final era la soledad y un silencio que le atormentaba lo que le sobraba de vida, misma que no esperaba acabara ese día.

Aurora fue su nombre, pero entre la familia le decíamos de cariño “tía Aurora”, aunque no éramos de su familia, nos habíamos convertido en ello por la cercanía que tuvimos. Alguna vez se caso y por ciertas circunstancias que desconocí enviudo, ella solía recordar a su marido con tanta ternura, aunque hiciera mucho que no despertaban juntos.
Recuerdo que cuando yo era niño y vivía en una casa viejita, mi tía vivía en un cuartito que estaba en el patio de atrás; según sé, ella llego ahí pero era originaria de familia ponderosa en la ciudad de México, su cuarto era pequeño y oscuro, en la pared había un retrato de su marido, tenia un librero vetusto, su cama era de madera y enfrente tenia un ropero antiguo, tenia un buró al lado de su cama y cerca de ahí un intento de alacena. Ella no murió allí , pero ahí dejo su esencia humana, ahí la visitaba; hablaba en pausas, como era sorda le escribíamos en una hoja, leía con lupa, su lento caminar, su viejo bastón negro, su estatura mediana me hace pensar como si la vieran mis ojos en este momento; sus juguetes con los que me divertía por horas, sus platicas a veces sin sentido, sus dulces, aunque sus preferidos eran las paletas de cajeta siempre nos convidaba, ha sus dulces quisiera y no se hallan quedado esperándonos, sino nunca llegamos.

06\agosto\08

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